Almendralejo celebró el pasado día de
Extremadura la resolución del I Concurso de Pintura Ciudad de Almendralejo
“Manuel Antolín”. Cuarenta obras de veinte artistas abrían un espacio en el que
la temática era libre. Razón que acompañada de un empujoncito a la cuantía del
premio, animó a más participantes que en concursos anteriores.
La pintura es siempre o casi siempre una
forma estupenda de abrir espacio. En este caso, para la reflexión que requiere
el ser consciente de las sensaciones que suscitan las propias representaciones
artísticas. Pinturas, que a través de este concurso, se presentan en un catálogo
tan diverso que es complicado saber a qué atenerse. De hecho, si nos ponemos en
la piel de un observador no especializado, saber qué tuvo en consideración el
jurado a la hora de elegir al ganador, se convierte en misión imposible.
Es inevitable plantearse la supuesta relación
entre unas bonitas manchas sobre las que se intuye un paisaje y la
hiperrealidad de una imagen que se aleja, a través de la técnica, del trazo del
pincel para acabar pareciendo algo menos que una fotografía.
Esta forzada situación entre elementos tan
dispares oscurecen los criterios para dirimir al ganador del concurso ¿se
valoraría la calidad artística de la obra en cuestión? ¿O por el contrario el
acento recaería sobre la técnica? Unos interrogantes que dejarían al
descubierto viejos problemas ¿Qué queda en el arte para una pintura basada
única y exclusivamente en el despliegue técnico? ¿Acaso el surgimiento de la
cámara fotográfica en el siglo XIX y la rápida carrera de las nuevas
tecnologías en el sumar píxeles del XXI no han sido suficientes para cambiar
los derroteros de una de las bellas artes a la que se dio por muerta con el
agotamiento de la mímesis?
El caso es que con el auge de la tecnología
en los últimos siglos y una filosofía apaleada por el positivismo academicista
de la primera mitad del XX, la pintura habría estado vagando dubitativa en el
preguntarse por su propio sentido. Quizá Gerhard Richter nos de alguna
pista de lo que ha sido este ir moviendo pintura de un lado a otro del lienzo
hasta encontrar esa supuesta esencia que solo el ojo o el bolsillo de unos
pocos puede acercar. En este buscar su propio significado, la pintura ha ido
deshaciéndose de los complejos que el ser esclava de un mostrar la realidad unilateralmente
le habían hecho cargar. Algo que le ha permitido reencontrarse con el trazo del
pincel, con el color, con las posibilidades que brotan del corazón diferente de
un artista. Se podría decir incluso que al no intentar representar fielmente la
realidad, la pintura se humaniza, se reconcilia consigo misma y despliega un
catalogo que sería impensable desde el obturador de una máquina.
Esta pintura que abrazó la
independencia y autodeterminación puso en juego el ver la realidad de una
manera distinta, subjetiva, posibilitando la construcción de un mundo que
incluso sirviese para conocer mejor nuestra forma de percibir.
Con todo esto, el concepto de
artista muta y se convierte en filósofo y científico al mismo tiempo o
simplemente en un ser con la capacidad de ver más y mejor una realidad que a
los ojos de una máquina sería mera cuantificación. La pintura es desde aquel
momento en el que se la hizo libre, la poesía viva que la filosofía no pudo conservar
y acabó por convertir en psicología. Pintar es ver directamente con el cerebro,
ese tener un ojo táctil, es la conexión directa entre la sensación y el
percepto.
Es por ello que se me antoja
imposible obviar todo esto a la hora de elegir al ganador de un concurso de
pintura en el que la temática era libre. Porque aunque el espacio abierto por
estas cuarenta obras sea puro caos, hay luces que no dejan de brillar ni en la
más absoluta nada estética. Y estas son las que deberían haber guiado al
intrépido jurado para evitar su naufragio en un cielo en el que más que
estrellas había nubes negras.
Cecilio J. Trigo
Publicado en copelacapital