Crítica Cultural

Crítica Cultural

domingo, 16 de noviembre de 2014

EL PEQUEÑO NICOLÁS Y PAÍS DE LAS MARAVILLAS




Lo he seguido muy de cerca, desde el primer momento me interesó la noticia. Ha sido como ese incomodo error de software que deja al descubierto las entrañas de un sistema operativo. Con tan solo 20 años ha conseguido colarse en las altas esferas del poder político y económico. Ahora la noticia se centra en sus supuestas fechorías: la falsificación de documentos y la suplantación de identidad.

Se le ha tachado de farsante y embustero. Nos lo han mostrado como un pequeño impostor. La broma fantasmagórica en un mundo muy real, muy serio, muy comprometido con la verdad. Pero no es esto, desde mi punto de vista, lo más destacable del joven Francisco Nicolás. Veo astucia, habilidad e ingenio. La zorra que entra a hurtadillas en un gallinero alborotado. Y como tal, atento al verdadero funcionamiento de nuestro sistema. No lo consideraría culpable, el juicio mediático que está sufriendo nos va a impedir valorar la gran importancia que tiene lo sucedido con este joven tan precoz. Como en prácticamente todas las ciencias de la salud, los avances y descubrimientos que se dan, son fruto de daños, deformaciones, alteraciones, o malos funcionamientos. El pequeño Nicolás es una de nuestras deformaciones más valiosas. Nos invita a pensar cómo funcionan realmente los mecanismos para posicionarse en la esfera del poder político y económico.

Comprender la importancia de los detalles que han caracterizado el caso Nicolás, pasa por colocarlos en el orden en el que se ha basado su eficacia. En primer lugar, la obsesión por colocarse frente a las cámaras y fotografiarse con infinidad de personajes públicos. Su álbum personal da buena fe de ello. Algo que deja patencia de su obcecación por lo mediático. Este chico sabía perfectamente que para situarse de manera protagonista en nuestra sociedad, hay que convertirse en mera representación. Pensemos un instante en su aspecto. Es lógico que nos resulte familiar, estamos habituados a consumir esta estética en nuestro día a día. Las apariencias no engañan, o por lo menos no totalmente. Porque el pequeño Nicolás es solo una divertida anécdota, un caso aislado para comentar en cualquier tertulia de café, ¿no? O por lo menos así es como nos lo han presentado. Se podría decir que lo que ha pasado con este chico es hasta gracioso. Cómico porque no va más allá de la foto o el pavoneo de un joven al que han cazado jugando a ser quien no era. Un inofensivo acercarse a las figuras más visibles de la gestión de nuestro país.

No podemos culpar a Francisco Nicolás de llevar una vida falsa, basada en la mentira, porque tampoco pueden culpar a sus hijos de desear con todas sus fuerzas el ir a Disneylandia. Esta es la verdadera clave del caso Nicolás. El estudiante de derecho es a los representantes de nuestro sistema económico y político lo que sus hijos a los personajes de Disneylandia, admiradores. Y esto es lo que lo ha llevado a ser objetivo de matinales y tertulias televisivas. La admiración provocada por la seducción de imágenes que en su mayoría son completamente irreales. No hay diferencia con los ídolos del pequeño Nicolás. La magia que desprenden o la decepción que provocan depende directamente de lo cerca que estemos de ellos. O lo que es lo mismo, la imagen de un héroe solo puede ser mitificada en la distancia. Esto mismo sucede con nuestros políticos o empresarios, si nos acercamos demasiado nos topamos contra la realidad. La lejanía que da lugar a esa poética sentimental queda sustituida por la decepción, al igual que sucede cuando adquirimos un producto que hemos visto anunciado por televisión.

El hecho de que Francisco Nicolás sea un farsante y un impostor, hace que veamos a todos los que aparecían con él en su álbum de fotos, como personas más reales, más autenticas. El pequeño Nicolás en su querer parecerse a esos ídolos de la política y la economía les ha concedido la certeza de ser quienes aparentan ser. Su caída ha servido para alzar aún más si cabe a estas figuras del espectáculo. Y no, esto no siempre es así. La doble vida de los personajes mediáticos es tan cierta como la de nuestro joven protagonista. Nadie es puramente imagen, referente, representación, las 24 horas del día.

Nuestra sociedad, basada hoy fundamentalmente en lo que ocurre tras una pantalla, encuentra la solidez que necesita en la diferencia con un mundo de magia, ilusión y fantasía, como es Disneylandia o la vida que había inventado Nicolás. Pero lo cierto es que no hay ninguna diferencia esencial entre nuestra sociedad y Disneylandia. Al igual que no la hay entre el pequeño Nicolás y todo cuanto lo rodea.

Este astuto muchacho no es simplemente un farsante. La farsa es todo ese mundo por el que ha sido seducido. Cierto es que no tenía la preparación ni el poder suficiente como para desempeñar las funciones que el mismo se atribuía. Pero pareciese que era lo menos importante. La clave residía en transmitir confianza y seguridad. Se desenvolvía con soltura en un mundo en el que la apariencia lo es todo.

No seamos ingenuos, Platón lleva muerto más de 2000 años y ya no queda rastro de la caverna. El dentro y fuera, el cuerpo y el alma, han desaparecido. Hace tiempo que los dualismos dejaron de tener sentido en la tradición del pensamiento. Todo es apariencia. Y no hay apariencias que concedan más realidad a otras menos aparentes, por mucho que algunos se empeñen. Nuestros políticos y sus saltos a las juntas directivas de grandes empresas o las escaladas que se dan dentro de los propios partidos, no son fruto de la preparación y la formación. Son la astucia y el dominio de la apariencia, de la que también se ha servido el pequeño Nicolás, los que dan lugar a las que se han llamado puertas giratorias. Estos son en la práctica, los ingredientes fundamentales para acabar convertido en una figura de peso en la gestión de un país como el nuestro. Y el caso Nicolás así lo demuestra.

A este curioso personaje lo hemos conocido por las fotos que tenía con Rajoy, Esperanza Aguirre, Aznar, etc. La misma forma en la que conocemos a nuestros ídolos del deporte, la música e incluso la política. No es a ellos, es a su imagen a la que conocemos. La que muestran por recomendación de agencias, asesores, publicistas, etc. Pura apariencia que los hace parecer lo que no son: siempre más altos, más delgados, más elegantes, sin rastro de un mal gesto o un movimiento natural. El pequeño Nicolás solo es culpable de haber quedado fascinado por una realidad ilusoria. Porque cuando uno queda seducido por este mundo de imágenes aparentes, lo que más desea es convertirse en una de ellas. Referente, icono, simulacro, apartar la imperfección humana hasta acabar convertido en algo puramente estético. Dicho de otro modo, modelar su persona hasta quedar convertido en un producto: creíble, deseable, respetable…

Y esto es precisamente el pequeño Nicolás, producto y consumidor al mismo tiempo.







Cecilio J. Trigo

jueves, 6 de noviembre de 2014

LOS NIÑOS PERDIDOS: GRÁFICAS EN EL SILENCIO

Había una vez dos peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez más viejo que nadaba en dirección contraria; el pez más viejo los saludó con la cabeza y les dijo: “Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?” Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho; por fin uno de ellos miró al otro y le dijo; “¿Qué demonios es el agua?”    David Foster Wallace


Se podría decir de él que es el responsable de que APENAS SIN PALABRAS de Antonio Gómez, sea no solo arte en contenido sino también en forma. Un libro elegante, bien dispuesto en su interior, atravesado por un ritmo que lo convierte en una suerte de exposición. Al abrirlo nos recibe ese olor a tinta y un tacto en el papel que hace las delicias de cualquier bibliófilo. No todos tienen la capacidad de convertir un libro en un espacio para el arte. En la sala de ese museo privado que solo visita el `lector´ cuando lo abre. El diseño de Manuel Ponce nos permite quedarnos a solas con la obra de Antonio Gómez. Nos devuelve la calma a través de sus gruesas páginas invitándonos a detenernos frente a todas sus poesías visuales. Y es que la clave de un buen diseño está en permitir al espectador acercarse a la obra de tal manera que el acercamiento en sí mismo propicie la comprensión de la misma.

Pero no, no reside aquí su valía, ni es este su gran logro. Su verdadero mérito es el valor que se desprende de todo cuanto ha organizado su vida. Una breve pero dilatada carrera vital, que le ha permitido ser consciente de que amar es fácil cuando se es correspondido. No siendo tan fácil la empresa de luchar por lo que uno verdaderamente ama sin encontrar el reconocimiento por parte de los demás. No deberían quedar dudas con los tiempos avenidos, estos son nuestros héroes. Aquellos que no renuncian a sí mismos, ni ante la indiferencia de lo que los rodea.

Como Homero, fue expulsado de la República y con él los dioses de lo bueno y lo malo. Ahora son sus maestros (el colectivo Un mundo feliz y María José Hernández) los que insuflando valor en el pecho de este joven intrépido, se ven recompensados por haber confiado en lo humano de la persona que solo necesitaba una oportunidad. Guerrero por haber librado la peor de las batallas: la espiritual. Ha coronado su paz tras la lucha consigo mismo en tanto que se vio rodeado por un sistema de equivalencias en el que todo terminaba pasando por el estrecho cuello de una cifra. Aquellos que se enfrentan a sus miedos, complejos y a esas estúpidas saetas cargadas con el peor de los venenos, acaban por obtener su recompensa. Me refiero al manual de imprudencia con el que se ensarta a los jóvenes de hoy. Esa colección de aforismos como: `¿esto para qué sirve?´, `no eres más que un loco obsesionado por cosas de otro mundo´, `deberías ser más práctico´, `piensa en tu futuro´. Haikus que hoy ilustran la ceguera del que solo ve con los ojos. Del que ha sustituido la sensibilidad de sus manos por la de una bascula, en la que todo lo que cae se convierte en algo absolutamente equivalente.

Son estos niños creativos, estos héroes en silencio, los cimientos de una República humana. Aquellos que intrépidos han apostado por escuchar la voz interior. Por hacer de sus vidas un continuo disfrutar en el hacer lo que realmente amaban, de su sí mismo una profesión para vivir al margen de la condenación que significa un trabajo tedioso.

Es por esto que queremos acercarnos a Manuel Ponce Contreras. De intuitivos inicios, fue el grafiti el que despertó en él la curiosidad por la tipografía. Amante del dibujo experimental, optó por renunciar al medio en busca de un mensaje directo, sencillo y atemporal. La precocidad que le ha llevado a grandes logros profesionales con tan solo 27 años se ha visto motivada por una serie de valores que lo han acompañado siempre. Ser fiel a sí mismo y una coherencia para con determinadas líneas estéticas, han dado como resultado una elegancia consustancial en todos sus trabajos.

Tengámoslo muy presente, Manuel es un niño perdido, o lo que es lo mismo, el escaso fruto de lo que un sistema a veces caótico y despistado nos ofrece. Ama aquello que hace, lo que lo sitúa ante el diseño no como profesión, sino como disciplina. Esta sutil diferencia es una de las claves para poder trabajar con un gusto que le permite dar el máximo de sus capacidades en todo cuanto dedica su tiempo. Y es que cuando uno se entrega a aquello que le hace sentir plenamente realizado, las horas del día se estrechan convirtiendo una jornada laboral de 12 horas en un dulce paseo.

Efectivamente, mis queridos lectores, los niños perdidos tienen este gran valor. Han convivido tanto tiempo con el dolor y el sufrimiento que han conseguido integrarlos en su felicidad. Para ellos el agotamiento físico no es una disculpa para quejarse, sino la sensación de estar vivos, incluso sentados frente a la pantalla de un ordenador la mayor parte del día.

Por eso son perdidos estos niños, porque lo que realmente emociona no se percibe en un primer momento con los ojos. Estos infantes de trinchera, en una época convulsa, han colocado el corazón en un faro que no pierden de vista al decidir que hacer con sus vidas.

Y es que Manuel Ponce tiene un puñado de cosas muy claras, una de ellas es que sin idea no hay diseño. O dicho de otro modo, toda realidad es susceptible de ser diseñada y a toda realidad la vertebra una o varias ideas que en su mutismo, podrían encontrar en el diseño una forma de ser expresadas.

Para ello, uno de los ingredientes fundamentales de este niño creativo es el ritmo en un sentido musical. Buscar el original en los silencios que vemos con cada espacio en blanco. Silencios que en su perfección son la meta de algunos creadores, que con un sexto sentido tienen la capacidad de ver lo que no está. Como Chillida y la escultura, Louis Kahn y la arquitectura o Heidegger y el pensamiento. Para Manuel Ponce el diseño es abrir espacio en un continuo cuestionarse la propia disciplina. Algo que le permite, renunciando a la pauta establecida, alcanzar el mensaje mediante esta apertura. Espacios abiertos que acaban encajando con el arte y dando lugar a su imagen gráfica. O dicho de otro modo, en este caso el resultado es una imagen inconsciente, primigenia, emocional, etc. Cuestionada y cuestionable por no tener la importancia de ninguna intencionalidad preestablecida. Concediendo el protagonismo en todo momento a la BÚSQUEDA de esa imagen imposible que ciertamente ya no tendría sentido.

Podríamos incluso decir que se aproxima a un meta-lenguaje capaz de proyectar determinadas sensaciones a través de la sencillez que nos ofrece el minimalismo. Meta-imágenes en definitiva para emocionar e imperceptibles en un primer momento a los ojos. Esto es lo que realmente sitúa a nuestro diseñador como un arquitecto, un escultor, un filósofo, una persona capaz de alzar la mirada con cada trazo.

Pero ¡¡ssshh!! no levantéis la voz, porque lo más interesante es que él aún no lo sabe y ese es su verdadero secreto.



Cecilio J. Trigo


Publicado en Copelacapital